Morosina
Meto una mano al bolsillo de mi abrigo mientras con la otra sujeto firmemente las riendas de mi caballo. Frunzo el ceño y de entre mis labios de escapa un suspiro angustiado. Sólo hay noche y nieve a mi alrededor, y las únicas huellas que hay en el suelo son las de mi montura. Pero las de ella… las suyas (si es que ha estado ahí) han sido cubiertas por aquella capa blanca desde hace horas.
¿Dónde puede estar?
Una ráfaga de viento recorre el patio haciendo tiritar a los árboles desnudos. Una ramita cae al suelo y, de la yema que se estaba formando, nace un cuervo que nos mira fijamente unos instantes antes de emprender el vuelo. Suspiro de nuevo, mientras acaricio el cuello del percherón. Todavía hay un lado bueno en esta situación: estoy en casa y conozco cada uno de sus recovecos, que día tras día limpio y en los que arreglo desperfectos. Así que antes o después encontraré a Morosina.
Preferiblemente antes… No puedo dejar de pensar en los peligros que se esconden en esta casa: en algunos sumideros y entre las paredes; en el segundo armario del pasillo casi interminable y debajo de la alfombra persa. Pero sé a ciencia cierta que no está en ninguno de esos lugares porque no hay ningún rastro. Así que la he buscado entre las ascuas de la chimenea donde el calor estival reposa en invierno, la he llamado en la selva interior que trepa en un rincón del salón y he abierto cada uno de los libros de la biblioteca esperando encontrarla en alguna de las páginas. Pero nada. Morosina, merodeadora y curiosa como el viento de otoño, tampoco se encuentra ahí. Se me encoge el corazón de sólo pensar en las desgracias que la pueden haber pasado. Esta casa no es una casa normal, no es un lugar seguro para una niña de cinco años…
De pronto, mi caballo se tensa bajo mis piernas y, antes de que me dé cuenta, comienza a galopar hacia el soportal norte del patio. Veloz y con el estruendo de una tormenta, me devuelve dentro de casa. Entonces, para abruptamente al inicio de unas escaleras frente las que desmonto y corro escaleras abajo hasta llegar a una habitación con una piscina. Apenas veo a mi alrededor y sólo se oye el eco sordo de mis pisadas. Apenas pasan unos segundos cuando el aire se vuelve denso y una neblina plateada se cuela en la sala desde el ventanal oeste, desde la que la luna se escurre y se deshace en el agua emitiendo una luz cegadora. Y tras el destello, una mujer de alabastro emerge y deposita un bulto opaco en el borde de la piscina. Mi corazón salta en mi pecho y corro en esa dirección. A través del manto de nubes nocturnas veo el rostro de Morosina durmiendo.