La pared por Magdalena Redondo

La pared

Ernesto acariciaba con cuidado todos y cada uno de los objetos dispuestos sobre la cómoda de su cuarto con sus dedos largos, arrugados y nudosos. Había algo que despertaba dentro de él al tocar cada uno de ellos, una chispa que se asemejaba a la violencia, excitación y euforia, y le hacía sentir joven otra vez. En sus manos sostenía unas gafas de montura de carey que le hacían sonreír. Eran un recuerdo de su trabajo favorito: no sólo el dinero del chantaje había sido generoso, sino que había podido quedarse con las gafas de su víctima para recordarla. Gracias a ellas en su memoria todavía flotaba el olor acre, la respiración agitada y la coronilla casi desnuda del hombre que había tenido secuestrado casi tres meses.

De pronto, el ruido de una moto le sacó de sus pensamientos y le devolvió a la realidad. El del turno de noche ya estaba ahí y eso quería decir que en apenas unas horas las luces de la residencia se apagarían.

Un escalofrío recorrió su espalda.

Durante unos meses había compartido habitación con Antonio, un hombre al que de vez en cuando se le iba la cabeza. Nada grave, ni lastimaba, ni se lastimaba. Al principio ambos se habían llevado bien, pero al poco tiempo, Ernesto se había despertado en la madrugada y, con estupor, había visto a Antonio pegado a la pared, rascando pintura con sus uñas. Al cabo de unos minutos, Antonio había movido el panel como si fuera la hoja de una puerta, se había deslizado en el hueco y había cerrado tras de sí. Entonces, Ernesto había gritado a todo pulmón.

Cuando la enfermera llegó, Antonio volvía a estar en su cama y sus ojillos estaban clavados en Ernesto. Desde entonces, siempre le seguían, incluso en sus ataques de demencia. Ernesto se había quejado una y otra y otra vez, hasta que habían trasladado a Antonio a otra habitación varios pisos por encima de la suya. Antonio había pasado a ser su “vecino del quinto”, un tipo con el que coincidía más bien poco y se alegraba de ello.

Después de aquel escándalo, nadie quería ser su compañero y Ernesto parecía feliz así, incluso había vuelto a dormir bien. Pero desde hacía unas semanas, al caer la noche, cuando todas las luces se apagaban y reinaba el silencio, podía seguir oyendo el crujir de la pared. Incluso había llegado a ver un bulto sentado sobre la cama de al lado.

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