Hacia lo profundo – por Mikel Seisdedos

No llovía, nunca llovía. Ella no recordaba la lluvia desde luego. Eso suponía que el polvo llenaba el aire y que el calor era difícil de soportar. La respiración era seca y el sudor asomaba con facilidad. Lo más sensato era quedarse en casa mientras el sol estaba en el cielo.

Arelia corría, sin importarle el calor ni el aire seco que arañaba su garganta. El peso que llevaba en brazos se le hacía casi insoportable, pero abandonarlo no era una opción. En la zona baja de la ciudad el calor era más soportable, pero eso no suponía que correr fuese buena idea. Escuchaba el ruido de sus perseguidores, las motos rugían tras ella, como una bestia que podía seguirla en cada esquina. Las calles se estrechaban según descendían, hundiéndose en la roca lentamente y buscando la tan preciada humedad subterránea.

Al doblar una esquina tropezó con una bicicleta apoyada en la pared. Sin dudarlo la cogió y siguió su carrera, manejando con una mano y escuchando gritos tras ella que se unieron al fragor de las sirenas. No podía detenerse, ya había llegado hasta allí.

El camino pasó a iluminarse con luces blancas. Demasiado profundo para que la luz natural se abriese camino. Ya no podía ser muy lejos.

Con torpeza se detuvo frente a una gran puerta, elegantemente decorada con distintas tonalidades verdes. Arrojó la bici a un lado y se recolocó el bulto en los dos brazos. Empujó la puerta con el cuerpo a la que se colaba dentro, justo a tiempo para escuchar las motos doblando la esquina y las voces que la perseguían. Colocó una silla tras la puerta para bloquearla.

Arelia se dio la vuelta para encontrarse un grupo de rostros mirándola, algunos con terror y otros con desprecio, en ninguno había compasión. Avanzó directamente hacia el fondo, ignorando insultos y quejas, hasta cruzar una puerta que le llevó a una sala inmaculadamente limpia. En el centro había una mesa de metal sencilla. A un lado, un hombre con una bata blanca dejó de teclear en el ordenador para mirarla. Se empezaron a escuchar golpes en la puerta, reclamándola.

—Necesito ayuda —gritó Arelia acercándole el bulto que llevaba entre los brazos. La manta cayó al suelo, dejando ver los huesos marcados en la piel de un perro que podría haber tenido una mejor vida.

El hombre de la bata se levantó despacio y se acercó con miedo a ver al animal.

—No se puede hacer nada, niña. Parece desnutrido, y ya respira con dificultad.

Más golpes al otro lado del pasillo. El ruido de la puerta al abrirse de golpe. Pasos raudos siguiendo las indicaciones de la gente de afuera.

Arelia quiso gritar, pero no tenía palabras de odio. Quiso enfadarse con el mundo, pero el mundo era mucho más grande que ella. Quiso reclamar justicia, pero con tan poca esperanza como agua, las fuerzas no venían cuando eran reclamadas.

—Señorita —le increpó una mujer con un uniforme impoluto, incluso a pesar de la persecución —, no puede permanecer en esta zona de la ciudad.

Arelia se derrumbó y dejó que la arrastrasen con poco cuidado de nuevo hacia la superficie. De nuevo a su mundo sin agua, donde el sol quemaba y el aire arañaba.

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