El secreto del orbe
El día había comenzado bien, ni una nube en el cielo, una brisa suave que te empujaba a caminar y uno de los mejores tratos que había hecho nunca. Salí del mercado de Estacionaria con una sonrisa de oreja a oreja, aunque con un ojo en la nuca por si me seguían.
Nuestra casa estaba descansando en las afueras, entre muchas otras de gente que había venido al mercado para intercambiar lo que había encontrado en sus viajes. Estacionaria era uno de los pocos lugares seguros donde uno podía parar y salir de casa, al menos durante un periodo de tiempo corto. En las afueras las casas podían descansar un rato y alimentarse; recuperar fuerzas para seguir viajando. Nuestro caracol devoraba con calma los árboles que quedaban a su alcance.
Me disponía a subir dentro de la concha cuando una niña pequeña se me acercó corriendo y me agarró de la falda. Tenía la cara llena de barro, a juego con la ropa hecha jirones, y los ojos rojos e hinchados:
—Señora —me gritó —, va a salir ya. Necesito que alguien me lleve.
—¿A dónde vas? —pregunté, absorta por la insistencia de la pequeña.
—Sólo irme de aquí. Vienen a por mí.
Miré alrededor, la gente que había cerca se dedicaba a sus quehaceres, no había ninguna cara sospechosa. Indiqué a la niña que entrase en casa y una voz dulce nos recibió:
—Creo que ya casi tengo la fórmula, Aurora. En cuanto encontremos un orbe podré ponerla en práctica. ¿Y esa niña?
—La he encontrado en la puerta. Parece que necesita ayuda. —Recibí una mirada acusatoria ante el comentario. —Es sólo una niña, Saray. No veo qué puede haber de peligroso en confiar en una niña.
Saray me hizo gestos para que la siguiese a la cocina, la niña nos observaba con impaciencia, tanto a nosotras como a la puerta.
—Estoy a punto de descubrir el secreto del gigantismo en animales, Aurora —recriminó Saray —. No puedes traer a casa a todo el que te cruces.
—Tranquila, sólo necesita salir del mercado. Vamos a cualquier lado y la dejamos allí. —No pareció tranquilizarse con mis explicaciones. —Te he traído una sorpresa.
Saqué el objeto que había canjeado del bolsillo. Una bola del tamaño de la mano. Su cara se iluminó durante un instante. El tiempo que tardó en abrirse la puerta de la cocina y asomarse una pequeña cara redonda.
—¿Eso es un orbe? —preguntó la voz más inocente del mundo.
Saray cogió el objeto de mi mano y lo puso a su espalda. Pero la niña ya lo había visto. Sonrió enseñando los dientes y accionó un dispositivo que llevaba oculto en la mano. La casa se llenó de pitidos agudos y la pequeña salió corriendo. La seguí hasta la puerta, pero muy tarde. Al asomarme al exterior vi en el cielo una rapaz enorme que se cernía sobre nosotros.
—¡Vámonos! —grité, y la casa se puso lentamente en marcha.
Las antenas del caracol se giraron hacia el animal que venía hacia nosotros y, justo a tiempo, se ocultaron dentro de la concha. Una sacudida nos lanzó por la casa y derribó todas las estanterías. Saray perdió el equilibrio y el orbe rodó por el suelo. En el momento que tocó la pared comenzó a iluminarse y lanzar rayos. Nuestra casa reaccionó al contacto y se iluminó también. El caracol asomó de nuevo la cabeza y, como si el resto del mundo se hubiese detenido, se deslizó con una velocidad inesperada, perdiendo rápidamente al enemigo que nos acosaba.