A la luz de la luna
Cuidaba de la casa. Estaba orgullosa de mi cocina, del salón de revista, de lo limpio y ordenado que estaba todo. Hasta que llegó ella. Patitas. Un gran danés que mi hija de cinco años nos había pedido por Reyes, y había llegado para poner mi mundo patas arriba. Patitas. Qué ironía. Cuando tenía seis meses ya me llegaba por el pecho, y se dedicaba a chupar y morder todo lo que tenía al alcance de su boca, y yo la odiaba por eso.
Fue entonces cuando, un buen día o, mejor dicho, una buena noche, nuestra pequeña desapareció. Recuerdo los ladridos ensordecedores de Patitas y enfadarme con ella por no dejarme dormir. Recuerdo ir al cuarto de la niña, como cada vez que me desvelo, para observarla dormir. Pero esta vez no la encontré. En su lugar, Patitas ladraba a la ventana abierta como una posesa.
Creo que grité algo, lloré, puse la habitación patas arriba, busqué por toda la casa, y terminé llorando abrazada a Patitas. Sin previo aviso, Patitas se giró, me dio un lametazo en la cara, se metió debajo de mí, de tal modo que quedé completamente encima de su cuerpo, como si fuese un caballo de montar, y empezó a correr.
Tuve que abrazarme a su cuello para no caerme. Saltamos juntas por la ventana y caímos a la fría noche. Patitas corrió y corrió durante una eternidad por calles que yo nunca había visto, olfateando el aire y gruñendo de vez en cuando.Dejamos la ciudad atrás y nos adentramos en el bosque. Patitas olfateaba y gruñía cada vez más. ¿Estaríamos cerca?
De pronto, se paró en seco. Frente a nosotras había un lago enorme, blanco de la luz de la luna llena. En el centro, en el punto donde el haz de luz rozaba el agua, había una niña de pie, ignorando todas las leyes de la física. Tenía la mano extendida y parecía que rozaba a la luna con los dedos.
La llamé a gritos. Se giró y me sonrió.
—Mamá, ¿tú también has venido a que la luna te conceda un deseo?